martes, 26 de junio de 2012

Pseudoproblemas.

                                                            I


  El problema de si X es libre o está esclavizado -en la jerga correspondiente, "ignorante" o "iluminado"- es idéntico a la cuestión de si está condicionado o no, dicho de manera más filosófica, si está predestinado o puede ejercer su libre albedrío.
  De hecho, no se trata de ningún problema porque, cuando las premisas son falsas, no puede deducirse de ellas ninguna conclusión verdadera.
  X no existe. No hay entidad alguna a la que pueda atribuirse ningún estado o condición permanente, ya sea física o metafísica, ya sea en la mente o en la vida cotidiana.
  Nuestra dotación psicosomática es incapaz de liberarse de las descripciones. Tan sólo es una apariencia que está sujeta al sistema de la aparente causalidad o al sistema de manifestación dependiente de la probabilidad estadística, que no son sino dos maneras de concebir el mecanismo que gobierna la dimensión fenoménica.
  El componente nouménico del fenómeno X es indisociable del resto de los fenómenos ya que, en sí mismo, carece de existencia objetiva aparte de su manifestación fenoménica y tampoco posee "entidad" alguna que pueda permanecer sujeta a ninguna condición conceptual.
  Si utilizamos ese rasero como criterio para resolver todos los supuestos "problemas" que, aparentemente, debe afrontar una supuesta entidad, percibiremos de manera inmediata que esa clase de problemas -y muchos problemas similares- carecen de existencia real.


                                                                 II


                                                       Nuevamente


  Eso que cree que está esclavizado o condicionado es lo mismo que piensa que es un organismo psicosomático sometido a la causalidad o a la indeterminación, la cual no es sino otro modo de causalidad.
  Fenoménicamente hablando, un organismo psicosomático nunca puede ser libre porque, en él, no existe "entidad" alguna capaz de alcanzar la liberación, como tampoco es posible sustentar ningún tipo de libertad en el dominio fenoménico.
  Eso que cree que está libre o esclavizado, condicionado o ejerciendo su libre albedrío, utiliza el pensamiento para identificarse con los objetos fenoménicos y "parece" estar sujeto a cualquier condición a la que se adhiera dicho pensamiento.
  Por consiguiente, quien piensa que es libre (es decir, que ejerce libremente su voluntad o que está iluminado) está, de hecho, más esclavizado que la persona que cree que está esclavizada (que es ignorante o está condicionada).
  El supuesto problema no reside en la presencia o la ausencia de los estados objetivos de libertad o de esclavitud, de condicionamiento o de descondicionamiento, sino en la presencia o la ausencia del sujeto de esos estados y de cualesquiera otros. El supuesto sujeto no es más que un concepto con el que nos identificamos que, si bien parece estar presente, se halla nouménicamente ausente.
  No es posible aignar nociones tales como libertad o esclavitud a lo que es un mero fenómeno sintiente y cuyo único "ser" cognoscible reside en la totalidad de la manifestación fenoménica.

Wei Wu Wei.




                                                        


 

martes, 29 de mayo de 2012

Una vez más en la brecha, queridos amigos...

  No hay ego ni yo objetivo. Nada de esa índole puede ser convertido en un objeto. Ni siquiera el lenguaje puede admitirlo.

  ¿Quería el Buda transmitirnos algo cuando insitía en la completa inexistencia del "yo"

  Yo soy, pero no soy, nunca he sido y nunca seré un objeto.

  Nuestro estado de esclavitud aparente se origina, pues, en la identificación con una objetivación imaginaria del "yo". Así es como me identifico con mis yoes y así es también como todos los seres sensibles devienen mis yoes. Cuando pensamos o hablamos desde el objeto con el que nos identificamos ilusoriamente, estamos convirtiendo al sujeto en un objeto.

  Es por ello que la desidentificación -o el despertar del sueño objetivo de la vida- no puede ser el resultado del pensamiento ni del lenguaje.

  ¿Qué es lo que soy, puesto que nunca puedo ser un objeto?
Evidentemente, esto es algo que nunca puedo llegar a pensar y, mucho menos, a nombrar, sin convertirme, para ello, en eso que no soy.

  Quizá podemos decir, "Soy un yo sin mi" o "Soy el yo puro", ya que no existe el tú. Lo cierto es que yo soy, aunque de hecho, no hay yo.

  Casi todos nos pasamos la vida buscándonos como si fuésemos un objeto separado de nosotros mismos como, por ejemplo, la Verdad, el Absoluto, Dios, el Tao o la Mente Pura. ¿Pero acaso no es ése el colmo de la estupidez? La idea del "yo" o del "ego" es manifiestamente absurda, un imposible lingûístico. No obstante, aunque no hay "yo", yo soy.

  Si ha quedado suficientemente claro, debemos ser capaces de ver que lo que estamos buscando no es eso sino esto... y que esto únicamente es "yo soy". No hay eso, esto, yo, otro, ser humano, Dios, Buda, Tao, Absoluto, Realidad, Irrealidad, "tú" o "yo". Yo no soy un objeto, mientras que tú eres el yo puro. Yo no soy sino una completa ausencia.

  Hemos completado el círculo: lo buscado es el buscador y no existe ninguno de ambos. El resto es esclavitud.

Wei Wu Wei.

domingo, 4 de marzo de 2012

Metáfora de la pantalla de cine.


Toda metáfora, por el hecho de serlo, define lo
que pretende de forma aproximada e incompleta.
Siempre quiere ser una sugerencia que dispare la
comprensión, no el hecho mismo, por lo que puede presentar
grietas vulnerables a la refutación que, vueltas hacia el aserto
de referencia, adscriben a él debilidades que no posee.
Así, por ejemplo, parecería que esta apelación a
la realidad que únicamente se da en la pantalla, podría ser
refutada con facilidad haciendo ver como la misma, y aun el
proyector y el cine entero, no tienen otro objeto que la
exhibición de la película que calificamos de irrelevante. Y
seguir argumentando que tal película supone el porqué y el
motivo de todo el resto, por lo que podemos considerarla como
lo esencial y aun tratarla como si, a efectos prácticos, ella fuera
lo real, obviando ese resto, que siempre estará al trasfondo y no
precisa ser tenido en cuenta para gozar del espectáculo,
pudiendo incluso argumentarse que carece de objeto si tal
espectáculo no se da.
Esto nos sumiría en un atender a lo que se
proyecta, es decir, llevada la metáfora a lo real, en una simple
atención a la vida, a lo que se presenta ante nosotros, a la
escenografía que nuestros sentidos permiten: objetos, colores,
formas, belleza, acontecimientos, vicisitudes, hechos… Y a
considerar que tal panorama es suficientemente explicativo por
sí mismo y justificativo del abandono a atender a la posible
pantalla o al posible proyector.
Lógica parecería entonces la adscripción a
cualquier escuela que predicase la devoción a la existencia
como fin en sí mismo y como inteligente postura liberadora de
la cual nos apartaría esa terquedad del filósofo que insiste en
hablarnos de la tramoya que permite el espectáculo.
Porque, ¿quién se preocupa de tal tramoya cuando
atiende a la representación de una ópera? ¿quién mira hacia la
cámara cuando se siente en una sala de cine?
No habría objeción a esto si efectivamente tal
espectáculo fuera capaz de acallar nuestra soterrada y suprema
querencia, si fuera lo suficientemente abastecedor, si mitigase
verdaderamente ese anhelo de algo absoluto, infinito,
claramente real, que no podemos sofocar con nada de lo que en
él encontramos, y si no se revelase a sí mismo, tarde o
temprano, como esencialmente insatisfactorio.
Insatisfactorio, sí.
Insatisfactorio si lo analizamos con seriedad y
dejamos a un lado los aditamentos románticos y toda apelación
a lo ideal, a lo que podría ser, a lo que imaginamos o a lo que
sencillamente fantaseamos a caballo de nuestros deseos.
Insatisfactorio si tenemos el arrojo de aspirar a una
dicha plena y no a un rosario de efímeros puntos de placer
insertados en una cadena de procuras, trabajos, penas,
ansiedades y claudicaciones.
Insatisfactorio porque, sobre todas las connotaciones
poéticas, morales, teleológicas o idílicas, que podamos aplicar
a la vida, por encima de los momentos de felicidad en que todo
nos parece armónico y perfecto, para el hombre, tal vida en sí,
la atadura a un cuerpo, la permanencia en este océano de
pluralidad, la adscripción al tiempo y al espacio, la inmersión
en el universo de los deseos y los temores, los apegos y las
esperanzas, es frustrante en grado sumo, porque es finita,
inestable, huidiza, dolorosa por esencia y, por encima de todo
irreal, por cuanto que no permanece.
Por eso, aunque parezca contra corriente, aunque
pueda reputarse de locura, se hace necesario atender a la
pantalla y tomar más en serio lo que el no dualista pregona.
Porque en la pantalla sí hay permanencia, sí hay
realidad, sí hay inafección, sí hay algo invulnerable al paso de
las imágenes y de los colores, sí hay continua presencia estable.
Porque en la pantalla, hay algo que, si bien en
principio parece asustarnos por su relativo carácter de "nada",
palabra con la que nombramos lo esencialmente diferente a
"esto", pronto nos hace reparar en la posibilidad de lo
inmancillado, de lo "blanco" bajo lo "negro", de lo invariable
bajo toda proyección, de lo inmóvil bajo todo movimiento y lo
incambiable bajo todo cambio.
Entonces nos concentramos en esa pantalla. Y
vemos lo que sucede.
Y, ¡oh, maravilla!, en cuanto lo vemos
comprendemos al punto que esta existencia sí puede ser
comparada con mucha justeza a una proyección
cinematográfica tal como el no dualista lo hace con incansable
insistencia.
Y así, el espectáculo comienza a desfilar sobre
nosotros y aún en nosotros y a través de nosotros sin la mínima
afección, como en el cine lo hace a través de la blancura del
lienzo.
Entonces, a partir de tal descubrimiento, podemos
permanecer inmutables en lo que en verdad somos, en ese
interior que realmente nos caracteriza, ahí para siempre
constantes, para siempre inafectados e inmóviles, para siempre
poseedores de la auténtica satisfacción que no es otra que ese
gozo al que quiere referirse el filósofo con su apelación a la
pantalla impoluta, sobre la que, desde luego, el espectáculo
puede seguir deslizándose.

Manuel Pérez Villanueva.